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La culpa es de la vaca

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Había un árabe llamado Beremis Samir, que podía hacer cualquier cosa con los números. Un día iba de viaje y halló, a mitad del camino, a tres hombres que discutían acaloradamente frente a un lote de camellos. Beremis se detuvo y les preguntó el motivo de la controversia, y uno de ellos le respondió:

—Somos hermanos y recibimos estos treinta y cinco camellos como herencia de nuestro padre que acaba de fallecer. Yo, porque soy el mayor, debo quedarme, conforme a la voluntad del finado, con la mitad de los animales. Este, que es el segundo, debe recibir la tercera parte. Y aquel, el menor, la novena parte. Entonces otro de los hermanos dijo:

—¡Pero es imposible hallar la mitad exacta, y más aún la tercera y la novena partes de treinta y cinco!

Beremis Samir pensó un instante y luego, desmontando de su propio camello, lo agregó al lote de los que habían heredado los hermanos. Ellos se quedaron sorprendidos por la generosa actitud del viajero, pero aguardaron en silencio a que se explicara. Y así lo hizo, en efecto:

—Agregando mi camello a los de ustedes, hay treinta y seis. De modo que toma la mitad que te corresponde —y separó dieciocho camellos para el mayor de los hermanos.

Volviéndose al segundo, prosiguió:

—Te corresponde la tercera parte. Habiendo treinta y cinco camellos, no era posible que la recibieras, pues la tercera parte de treinta y cinco es once y pico, y los camellos no tienen pico. Pero ahora, con el camello que agregué, son treinta y seis. Ten: ahí van tus doce camellos, la tercera parte de treinta y seis.

Quedaba el hermano menor.

—A ti, según el testamento de tu padre, te corresponde la novena parte del lote. La novena parte de treinta y seis es cuatro: toma tus cuatro camellos.

Entonces, Beremis Samir hizo cuentas:

—Tú has recibido dieciocho camellos, tú doce y tú cuatro, más de lo que les correspondía, por ser la herencia de treinta y cinco camellos. Ahora sumemos: dieciocho más doce, treinta. Más cuatro, treinta y cuatro. Quiere decir que de los treinta y seis camellos, sobran dos. Uno es el que yo puse. Y el otro, el que me corresponde por haberlos ayudado a obtener lo que les correspondía —y dejando a todos los hermanos contentos, se fue con los dos camellos.


La moraleja que se descubre en este cuento es que todo cuanto damos a otros se entrega a título provisional, porque siempre la vida nos lo devuelve con creces. Si los egoístas supieran las ventajas que reporta la generosidad, serían generosos por puro egoísmo.

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* Contribución de Maribel Zupel, Santa Fe, Argentina, 13 de noviembre de 2001.

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