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La culpa es de la vaca 2

Samaritanos de hoy

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Casi no la había visto. Era una señora anciana con su auto varado en el camino. El día estaba frío, lluvioso y gris, pero Alberto se pudo dar cuenta de que la anciana necesitaba ayuda. Estacionó su vetusto Pontiac delante del Mercedes de la anciana quien aún estaba tosiendo cuando se le acercó. Aunque con una sonrisa nerviosa en el rostro, se dio cuenta de que ella estaba preocupada.

Nadie se había detenido desde hacía más de una hora cuando se había varado en aquella transitada carretera. Para la anciana, ese hombre que se aproximaba no tenía muy buen aspecto y más bien podría tratarse de un delincuente. Como no había nada para evitarlo estaba a su merced. El hombre se veía pobre y hambriento.

Alberto pudo percibir la situación. Dado que el rostro de la mujer reflejaba cierto temor, se adelantó a tomar la iniciativa en el diálogo.

—Estoy para ayudarla, señora. Entre en su vehículo para que no se enfríe. Mi nombre es Alberto.

Aunque se trataba de un neumático bajo, para la anciana se trataba de una situación difícil. Mientras Alberto arreglaba el vehículo, la anciana le contó de dónde venía y que tan sólo estaba de paso por allí.

Cuando Alberto terminó de arreglar la llanta, ella le preguntó cuánto le debía. Él no había pensado en el dinero. Para él sólo se trataba de ayudar a alguien en un momento de necesidad: era su mejor forma de pagar por las veces que a él, a su vez, lo habían ayudado cuando se encontraba en situaciones similares. Alberto estaba acostumbrado a vivir así.

Entonces le respondió a la anciana que si quería pagarle, la mejor manera de hacerlo sería hacer lo mismo: la próxima vez que viera a alguien en necesidad y estuviera a su alcance el poder asistirlo, lo hiciera de manera desinteresada.

Alberto esperó que la señora se fuera. Entró en su coche y se fue.

Unos kilómetros más adelante, la señora divisó una pequeña cafetería. Pensó que sería bueno quitarse el frío con una taza de café caliente y una rosquilla antes de emprender el último tramo de su viaje. Se trataba de un pequeño lugar un poco arruinado. Afuera se veían dos bombas viejas de combustible que no se habían usado en años. Al entrar, se fijó en el interior y observó que la caja registradora se parecía a aquellas de piñones que se usaron cuando estaba joven.

Una amable camarera se le acercó y le extendió una toalla de papel para que se secara el cabello, mojado por la lluvia. La chica tenía un rostro agradable, con una agraciada sonrisa, aquel tipo de sonrisa que no se borra aunque estuviera muchas horas de pie. La anciana notó que la camarera tendría como ocho meses de embarazo y, sin embargo, esto no le hacía cambiar su simpática actitud hacia los clientes. Pensó en la gente que tiene tan poco pero puede ser generosa con los extraños.

Entonces se acordó de Alberto. Luego de terminar su café caliente y su comida, le pagó a la camarera el precio de la cuenta con un billete de 10 dólares.

Cuando la muchacha regresó con el cambio, constató que la señora se había ido. Pretendió alcanzarla para darle las vueltas. Pero al correr hacía la puerta vio, en la mesa donde la anciana estaba, algo escrito en una servilleta de papel al lado de cuatro billetes de 50 dólares. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando leyó la nota:

"No me debes nada, yo estuve una vez como tú estás. Alguien me ayudó como hoy te estoy ayudando a ti. Y si quieres agradecerme, esto es lo que puedes hacer: no dejes de ayudar y ser una bendición para otros, como hoy lo hago contigo. Continúa dando tu amor y tu simpatía, y no permitas que esta cadena de bendiciones se rompa".

Aunque había mesas que limpiar y azucareras que llenar, aquél día se le fue volando a la camarera. Esa noche, ya en su casa, mientras entraba calladamente en su cama para no despertar a su agotado esposo que debía levantarse muy temprano, pensó en lo que la anciana había hecho con ella... ¿Cómo habría adivinado ella las necesidades que tenía con su esposo, y los problemas económicos que estaban pasando con la llegada del bebé? La muchacha era consciente de lo preocupado que estaba su esposo por su situación y quería contarle ahí mismo lo sucedido.

Lo encontró profundamente dormido. Se acercó suavemente hacia él, para no despertarlo, mientras lo besaba tiernamente y le susurraba al oído:

—Todo va a estar bien, Alberto, te amo...

¿No será que, de alguna, manera, toda acción bondadosa se devuelve al que la hace?

¿Cuántas veces podemos confirmar que la generosidad de una persona con las cosas, demuestra su generosidad con el afecto?

Haz el bien, y no mires a quién.

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