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La culpa es de la vaca 2

El conjuro de los sioux

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Cuenta una vieja leyenda de los indios Sioux que una vez llegaron hasta la tienda del viejo brujo de la tribu Toro Bravo, el más valiente y honorable de los jóvenes guerreros, y Nube Azul, la hija del cacique y una de las más hermosas mujeres de la tribu.

—Nos amamos —empezó el joven.

—Y nos vamos a casar —dijo ella.

—Y nos queremos tanto —dijeron—, que tenemos miedo: queremos un hechizo, un conjuro, o un talismán. Algo que nos garantice que podremos estar siempre juntos, algo que nos asegure permanecer uno al lado del otro hasta el final de nuestros días.

—Por favor —repitieron los jóvenes al unísono—. ¿Hay algo que podamos o debamos hacer?

Hay algo —dijo el viejo sabio—, pero es una tarea muy difícil y sacrificada. Veamos:

Nube Azul, ¿ves aquel monte al norte de nuestra aldea? Deberás escalarlo sola y sin más armas que una red y tus manos. Deberás cazar el halcón más hermoso y vigoroso del monte. Si lo atrapas, deberás traerlo aquí con vida el tercer día después de luna llena, ¿comprendiste?

—Y tú, Toro Bravo —prosiguió el brujo—, deberás escalar la montaña del trueno. Cuando llegues a la cima, encontrarás la más brava de todas las águilas y, solamente con tus manos y una red, deberás atraparla sin heridas y traerla ante mí, viva, el mismo día en que vendrá Nube Azul. ¡Vayan ahora!

Los jóvenes se abrazaron con ternura y luego partieron a cumplir la misión encomendada, ella hacia el norte y él hacia el sur. El día establecido, frente a la tienda del brujo, los dos jóvenes esperaban con las bolsas que contenían las aves solicitadas.

El viejo les pidió que con mucho cuidado las sacaran de las bolsas. Eran verdaderamente unos hermosos ejemplares.

— ¿Y ahora qué haremos? —Preguntó el joven—, ¿los mataremos y beberemos el honor de su sangre?

—No —dijo el viejo.

— ¿Los cocinaremos y comeremos el valor que hay en su carne? —inquirió la joven.

—No —repitió el viejo—. Harán lo que les digo: sáquenlas con cuidado y amárrenlas entre sí: con esas tiras de cuero unan la pata izquierda del águila a la pata derecha del halcón. Cuando lo hayan hecho, suéltenlas y dejen que ellas vuelen libres.

El guerrero y la joven hicieron lo que se les pedía y soltaron las aves. Tanto el águila como el halcón intentaron levantar vuelo pero sólo consiguieron revolcarse y aletear por el piso. Unos minutos después, irritados por la incapacidad de elevarse, las aves arremetieron a picotazos entre sí hasta hacerse daño. El viejo dijo:

—Como este es el requerimiento que me piden, jamás olviden lo que han visto: son ustedes como un águila y un halcón. Si se atan el uno al otro, aunque lo hagan por amor, no sólo serán incapaces de volar sino que vivirán arrastrándose y además, tarde o temprano, empezarán a lastimarse el uno al otro.

—Si quieren que el amor perdure —remató el anciano—, vuelen juntos pero jamás vuelen amarrados.

¿Tienes atada a tu pareja, o la dejas volar?

¿Le reconoces a la otra persona su derecho a ser libre y remontarse?

¿No será que para muchas personas las ligaduras del matrimonio son sólo una prisión?

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